Al nacer, la gota todavía no sabe que dentro de dos segundos morirá
aplastada contra la pila del fregadero. Ilusionada, se desliza por la última
curva de la cañería y se asoma a la desembocadura del grifo. La luz de los
fluorescentes la deslumbra. Se siente como la viajera del tren que, después de
mantener concentrada la mirada en un largo túnel, sale finalmente a cielo
abierto. Con curiosidad, se detiene en el extremo metálico del grifo. La
inercia hace que se tambalee y que, tras un leve balanceo, caiga al vacío.
Durante los primeros milímetros de esa trayectoria –iniciada con más esperanza
que convicción-, la invade una sensación de vértigo. Volar la estimula tanto
como pasar desapercibida.
Tirana de todos los
que la rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres
durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que lleva en su maldita
cara. ¡Limpia, limpia ese vidriado!
Sangre en las
manos tengo de fregarlo todo.